Capitulo I: El Extraño.
Sebastian Carson, intento mirar en la oscuridad, apenas un tenue rayo de luna colado entre las nubes iluminaba su fría y diminuta celda, tenía más de dos meses en aquel oscuro e infernal agujero, desde entonces había aprendido a vivir de la peor forma posible o más bien a sobrevivir.
Afuera de la celda se escuchaba la tormenta que azotaba todo el condado de Long Shire, una gota que se colaba sobre el techo negro caía sobre el plato de comida que hacia horas había dejado el carcelero, el señor Michel, un hombre gordo de unos 55 años que solo sabía preparar una horrible y pastosa avena, que para colmo de males solía robar de las de por si raquíticas raciones de los presos.
Pensar en la avena llevó a Sebastian a recordar tiempos mejores, cuando él y su amada Emma, acababan de casarse, cuan feliz era, cuan inocente al pensar que esa dulce felicidad duraría por el resto de sus vidas.
Fue un año completo, el año más maravilloso de su vida, apenas se casó con Emma, su suegro el señor Dingle, le había dado un puesto en la fábrica de zapatos, pero lo mejor de todo, había pasado a los 3 meses de casados cuando Emma le había dicho que estaba embarazada.
La noticia del embarazo de su esposa fue para Sebastian lo mejor que pudo haberle pasado, se sentía en el cielo y de pronto ocurrió, lo recordaba como si hubiera sido ayer, llegó a su casa después del trabajo, era ya noche y le pareció extraño encontrar la puerta abierta. De inmediato su corazón dio un vuelco, entró a la casa como un huracán, lo que encontró reafirmó sus temores, muebles regados, cuadros rotos, casi loco entró a su cuarto y lo vio, era el cuerpo de Emma, su dulce Emma, con una daga clavada en su pecho.
El pobre hombre sintió volverse loco, se arrojó sobre el cuerpo de su esposa y lo acunó en sus brazos, lanzó un gemido, un grito tan desgarrador, que de inmediato alerto a todos los vecinos, hombres y mujeres corrieron en tropel hacia su puerta para ver el terrible espectáculo.
Sebastian no supo más de sí y se sin poder soportar lo ocurrido se desmayó, cuando despertó estaba ya en celda, un hombre vestido de traje y gafas se le acercó para informarle que estaba oficialmente acusado del asesinato de su esposa y de su hijo no nato. El juicio fue rápido, todo parecía condenar a Carson, no había testigos de que otro hombre hubiera entrado, él era el único que estaba con los cuerpos, su ropa tenía sangre por todos lados.
El abogado de Sebastian intento refutar, pero Scotland Yard quería resolver rápidamente el caso, no solo por la cobertura extraordinaria de la prensa, sino porque era la mujer muerta era la hija del importante empresario Walter Dingle y este había hecho todo lo posible para que su yerno se pudriera en la cárcel antes de ir a la horca.
Poco se tardó en decidir el juicio, Sebastian Carson fue encontrado culpable y enviado a la prisión de San Cletus para esperar su justo castigo, desde entonces estaba ahí, en esa fría celda, muriendo a poco, sin futuro y añorando el pasado.
En eso la puerta se abrió, los oxidados goznes chirriaron con dificultad y la figura sombría de un hombre apareció debajo de está, ese hombre era Morded McNamara, no solo era el jefe de la prisión, era además el verdugo, porque, en su propias palabras “Un hombre de verdad, debe hacer las cosas con su propias manos” y era lo que hacía cada noche. Sin decir una sola palabra McNamara entraba a las celdas de cada preso, llevaba en su mano un fuete, Sebastián ya sabía de memoria lo que venía, sintió el primer fuetazo en la espalda, uno tras otro, su espalda se fue llegando de cardenales y su destrozada ropa se llenó de sangre nuevamente.
Al fin luego de 15 minutos que parecieron interminables McNamara paró su castigo y esbozo una ancha sonrisa, lentamente se hincó al lado de Sebastian y murmuró a su oído –Eres mío, triste rata de establo, mañana es él día en que expiaras tus pecados y te iras directo al infierno.
Normalmente Sebastian era tranquilo, pero esa noche sintió que sus rostro ardía, sin pensarlo dos veces, hizo lo que nadie había hecho, saltó sobre McNamara y lo pescó por el cuello, sus lo sujeto con fuerza y lo tiro al piso, ambos hombres rodaron sin cejar en su lucha, el ruido era tal que dos corpulentos guardias entraron para auxiliar a su jefe. Con todo y todo los guardias batallaron para que el preso soltará a su maltrecho líder.
Extrañamente McNamara no dijo nada, salió de la celda con los ojos extremadamente abiertos, uno de los guardias dio un puñetazo a Sebastian y salieron de dejándolo tirado en el suelo. Cuando Carson regresó de su letargo, aún era de noche, era raro pues parecía que habían pasado horas, en ese instante notó que había alguien más en el cuarto, pesadamente levantó la cabeza para observar mejor pero de inmediato retrocedió horrorizado hasta un rincón.
Ante él, se encontraba un hombre de singular aspecto, llevaba puesta una elegante chaqueta de levita, en su mano izquierda llevaba un bastón labrado con forma de dragón, además llevaba un sombrero de copa y todo remataba en unos finos guantes todo en un color negro mate, pero lo singular de aquel hombre no era su fina ropa, sino sus ojos, aquellos ojos totalmente negros con las pupilas de un rojo casi incandescente.
-Buenas noches Sebastian Carson- dijo calmadamente el desconocido, desde la esquina de su celda el preso luchaba por recuperar su voz -¿Que…quién es usted?- alcanzó a decir con voz casi lastimera –Cómo sabe mi nombre- el extraño dio un paso al frente acercándose a Sebastián y con voz calmada contestó –Mi nombre, no es importante, aunque si quiere decirme de alguna manera llámeme Lucius Divell, soy…digamos que un hombre de influenzas y vengo a ofrecerle un trato que sé que no podrá rechazar.
Continuara…
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Hace rato que no intento escribir algo largo, pero ahora con la Historia de Sebastian Carson empezaré, espero que les guste y esperen el siguiente episodio.